lunes, 4 de abril de 2011

Escribirse: la autobiografía como curación de uno mismo



Te presento un resumen del primer capítulo del libro titulado Escribirse: la autobiografía como curación de uno mismo (editorial Paidós), del autor italiano Duccio Demetrio. De verdad, inspira para tomar pluma y papel y empezar.





Un día, quizá por casualidad
Autobiógrafos por pasión

Hay un momento en la vida en que uno siente la necesidad de relatarse de un modo distinto al habitual… Es una sensación, un mensaje que nos llega de improviso, sutil y poético pero capaz de asumir forma narrativa… Esta necesidad de contornos imprecisos, que puede permanecer por el resto de la existencia como una presencia incompleta, recurrente e insistente, toma el nombre de pensamiento autobiográfico.
Sólo en este caso, además de convertirse en un proyecto narrativo completo, un diario retrospectivo,  historia vital y vida novelada, da sentido a la vida. Permite a quien se encuentra casi invadido por este pensamiento tan particular, sentir que ha vivido y que todavía está viviendo, que la pasión por el propio pasado, se transforma en pasión por la vida posterior.
El pensamiento autobiográfico, incluso cuando se dirige hacia un pasado personal y doloroso, de errores u ocasiones perdidas, de historias mal acabadas o simplemente no vividas, representa siempre un pacto con lo que uno ha sido. Dicha reconciliación –desde luego una absolución nada fácil- proporciona al autor de su propia vida una paz interior.
Porque observar como espectadores nuestra propia existencia no es simplemente una operación despiadada y severa. La reconciliación, la compasión, la melancolía son sentimientos que, apaciguando nuestra subjetividad, la abren a nuevos horizontes. Cuando el pensamiento autobiográfico conoce y desvela estos instantes afectivos, abandona su origen individualista y se convierte en algo muy distinto… el egocentrismo que parecería caracterizarlo se transforma en un altruismo del alma; deja una huella benéfica…
Por este motivo, el pensamiento autobiográfico en cierto modo nos cura; relatarnos nos hace sentir mejor, se convierte en una forma de liberación y de reunificación.
… Mientras nos representamos y reconstruimos “revelamos los negativos de nuestra vida”. Nos hacemos cargo de nosotros mismos y asumimos la responsabilidad de todo lo que hemos sido y hemos hecho y que, llegados a este punto, no podemos sino aceptar.
Cuando repensamos lo que hemos vivido, creamos otro yo. Lo vemos actuar, equivocarse, amar, sufrir, disfrutar, mentir, enfermar y gozar: nos desdoblamos, nos multiplicamos y nos situamos en dos lugares al mismo tiempo.
…cada uno de nuestros recuerdos es siempre una invención nueva y distinta; una pálida imitación de lo que nos ha sucedido realmente, cuya huella permanece en nosotros, por el hecho de que aquel acontecimiento fue “tan fuerte” que determinó el curso de nuestra vida y la vivencia de algún segundo de belleza, de lucidez mental, o viceversa, de silencio, oscuridad, extrema soledad o intensa locura.
Los “yos” que hemos sido y que continuamos siendo y queriendo ser gracias al recuerdo, entre sentimientos de añoranza y de plenitud, es justo que continúen vagando sin rumbo. Tenemos la necesidad de seguirlos viendo improvisar, errar, traicionar, contradecirse y tropezar de nuevo con sus mentiras y sus salidas de tono leves o exaltadas.
La necesidad del adulterio sicológico contra ese yo dominante que, pretendiendo siempre representar nuestra conciencia, ha acabado por confundirla con la “razonabilidad”, con el sentimiento del deber, con el pedante problema de mostrar una coherencia con el mundo y con uno mismo, es intrínseca a la vida de mujeres y hombres.
El trabajo autobiográfico reduce el yo dominante y lo degrada a un yo necesario, yo tejedor, que reconstruyendo, construye y busca la única cosa que vale la pena buscar y que constituye el sentido de nuestra vida y de la vida en general. Una búsqueda destinada a quedar incompleta porque por lo que parece, nuestra mente no ha sido programada para encontrar una respuesta convincente si no es en la fe.
Pero resulta erróneo y deprimente vivir la autobiografía como una medicina para liberarse del propio pasado, distanciándose de él. La verdadera curación de uno mismo, hacerse cargo realmente y hacer las paces con nuestras propias memorias, probablemente empieza cuando el que entra en escena ya no es el pasado sino el presente, que transcurre día a día añadiendo otras experiencias. La autobiografía no sólo consiste en revivir: es también volver a crecer para uno mismo y para los demás. Por ello la autobiografía es un viaje formativo y no un ajuste de cuentas.
Sólo entonces descubriremos que hemos abierto y estudiado los libros de nuestra biblioteca interior que habíamos ido escribiendo sin darnos cuenta. Y en los cajones de la memoria encontraremos todos los géneros literarios.
Descubriremos también que la actividad de la mente y todo el material necesario para emprender el proyecto de revivir a fondo nuestra vida, llenan completamente nuestra existencia que quizá nos parecía vacía de acontecimientos.
Hay dos sensaciones psicológicas que hallamos durante este proceso interior de reconocimiento: la saciedad y la insaciabilidad de vivir. El trabajo autobiográfico sirve para “nutrirse” de existencia. Hasta el límite de las posibilidades que la capacidad de la memoria o la imaginación nos permite.
La búsqueda de la unidad y el descubrimiento de la multiplicidad, constituyen el ritmo musical, la banda sonora, del trabajo autobiográfico.

lunes, 28 de marzo de 2011

La autobiografía

¿Nos hemos preguntado cuándo apareció la autobiografía como expresión escrita del ser humano?, ¿sabemos dónde se publicaron los primeros textos de este género? o ¿a qué necesidades responde el desarrollo de la escritura autobiográfica?
El libro Autobiografía, de Georges May (Fondo de Cultura Económica, 1982) abarca todo lo que se nos pueda ocurrir preguntarnos acerca de la naturaleza de la autobiografía, escrito de una manera tan clara y amena que se antoja leerlo completo y sin interrupción. Presentamos en este espacio sólo un capítulo, en el que nos enteramos de que el origen de la escritura autobiográfica puede situarse desde el siglo IV en occidente, pero puede considerarse posterior, dependiendo del concepto de autobiografía que se maneje. 

lunes, 21 de marzo de 2011

Enseñar a la gente a escribir su vida

Segunda parte de la síntesis del capítulo: “Enseñar a la gente a escribir su vida”, del libro titulado “El pacto autobiográfico y otros estudios” de Philippe Lejeune, editado por Megazul-Endymion, Madrid, 1994.
…la autobiografía, es una actividad propia de la madurez o de lo que actualmente se llama la tercera edad… La oferta es reciente, y forma parte de un importante movimiento social, al igual que el desarrollo de la psicología, la aparición de la historia oral y la difusión a través de los medios de comunicación de lo “vivido”, que tratan de llamar la atención del individuo sobre sí mismo.

¿Cómo?
Queda la cuestión del how. Tiene dos aspectos: el del medio del aprendizaje, y el de los medios utilizados (entre los cuales distinguiré los modelos y las pistas).

1. El medio… Como se trata de aprender a escribir, el libro es quizás más indicado. Pero en la autobiografía el libro difícilmente puede suplir la relación con el otro, necesaria para el proceso. Sin duda, hay que distinguir dos funciones posibles del manual: la función de estimulación y la de aprendizaje propiamente dicha. Para estimular, el libro tiene que ser corto, directo y sencillo. O si es largo, tiene que intentar ser persuasivo a través de un discurso repetitivo que tranquilice al candidato autobiógrafo, familiarizándole con algunas ideas fundamentales… Me parecen más idóneos para empezar, libros menos sofisticados y más desordenados, que se pueden hojear como una guía de bricolage…
Al libro hay que añadir, bajo una forma u otra, una relación interpersonal. Sólo ella podrá estructurar y mantener el tiempo necesario para el aprendizaje… Muchas tentativas autobiográficas de aficionados se quedan en un preámbulo escrito en un día en el que se encontraban animados o en unas notas preparatorias. Sin duda, uno acaba decidiéndose el día en que de repente comprende por qué hay que escribir…
Esta relación puede adoptar diferentes formas: en cualquier caso supone el consentimiento y excluye la autoridad. Supone sobretodo un sentimiento de seguridad: hay que tener confianza en el formador, hay que tener la seguridad de que uno no va a ser agredido por los otros miembros del grupo…
Deseamos escribir para llenar un vacío, recuperar una relación perdida…

2. El modelo… El diario tiene que obedecer a unas reglas de presentación que harán fácil una nueva lectura por parte del interesado, pero no ha por qué seducir e informar a un lector, no tiene que seguir ninguna regla de composición. Incluso a veces, hay que conservar el carácter intimista, ante la tentación del over-writing, que impide la sinceridad.
Al iniciar su trabajo, el aprendiz de autobiógrafo tiene un cierto sentimiento de competencia: el relato que va a escribir ya existe, al menos, virtualmente en su mente… pero el narrador se queda siempre sorprendido, y a menudo bastante decepcionado, cuando lee la transcripción de lo que ha dicho… La comunicación escrita obedece a otras leyes… los manuales enseñan estas leyes que utilizan los escritores profesionales cuando tienen que redactar… Saber conectar con el lector. Contar una anécdota de forma interesante, y darle un significado… Sobretodo, ser siempre específico, preciso y concreto. Dar al conjunto del relato una progresión y un ritmo… André Conquet da ocho consejos: 1) el lector prefiere las frases cortas; 2) llamen a cada cosa por su nombre; 3) intenten conservar las expresiones familiares; 4) eliminen las palabras inútiles; 5) verbos en activa, por favor; 6) escriban como hablan; 7) utilicen imágenes; 8) la uniformidad aburre… La riqueza del género autobiográfico se debe a que, siguiendo el ejemplo del género novelesco, puede echar mano de todo: poesía, reflexión teórica y de la propia novela.

3. Las pistas. Resulta duro aprender a “redactar” aunque sea indispensable. Es la parte pensum del asunto. Aparece siempre en último lugar: ningún manual sugiere que la escritura puede ser un medio de invención, siempre es tratada como medio de exposición de un material ya encontrado por otras vías… La memoria es un laberinto, el lenguaje también: y creo que la autobiografía es una variedad del juego de pistas, para la cual se pueden dar reglas, inventar itinerarios… ciertamente, creando formas nuevas, nos arriesgamos a romper la comunicación. Pero a la inversa, facilitando la comunicación a través del uso de técnicas convencionales, nos arriesgamos a perder lo que quizás tuviéramos de nuevo que aportar.
…Empezar a escribir una autobiografía es invertir la relación que normalmente se mantiene con la propia vida. Es convertirse imaginariamente, en el dueño y señor. Mi vida es una isla que voy a dominar con la mirada, cuyo mapa voy a realizar.
… Lo más interesante son las pautas para empezar, todo aquello que nos hace salir de la evidencia opaca del presente… Sólo tendrá la posibilidad de producir algo si se apoya en una relación con otro o en una reflexión teórica que permita volver a situar las causas y los efectos. En cualquier caso, lo que hay que hacer es empezar… La pregunta que me parece mejor, que propone Paul Le Bohec, es la siguiente: ¿me podría hablar de su nombre y de su apellido? ¿A qué le recuerdan? Según mi experiencia, es una pregunta fundamental e inagotable. Querido lector, le cedo la palabra. ¿Cómo se llama?

lunes, 14 de marzo de 2011

El pacto autobiográfico

Esta vez presento una síntesis del capítulo “Enseñar a la gente a escribir su vida”, del libro titulado “El pacto autobiográfico y otros estudios” de Philippe Lejeune, editado por Megazul-Endymion, Madrid, 1994.

¿Es posible enseñar a la gente a escribir su vida? ¿Dónde y por qué se enseña la autobiografía? Se me ocurrió investigar sobre este tema al fijarme que en las bibliografías norteamericanas citaban constantemente nuevos manuales pedagógicos sobre el tema de la autobiografía, o guías prácticas dirigidas al público en general: How to write your personal history. Nunca había visto libros de este tipo en Francia. ¿Se trataba de una especialidad norteamericana? En cierta manera, sí… La única producción significativa se da en Estados Unidos...
Quizás, antes de presentar los resultados de la misma, tendré que confesar la actitud ambigua que he tenido como investigador. A un mismo tiempo abierto y desconfiado.
…tenía otra razón para ser curioso: puede que respondieran a cuestiones que me planteaba en tanto que profesor. ¿Resultaría normal que diera clases sobre el género autobiográfico (y, lo que es más, sobre la “autobiografía actual”) sin proponer a los estudiantes que practicaran ellos mismos el género? Y, ¿si lo intentara, cómo lo haría?
Adoptaba una actitud desconfiada… “Si escribo mi vida, es para construir mi identidad con un lenguaje personal, o para legar una experiencia singular. Ahora bien, desde el principio el autor del manual parece saber ya en qué marco se sitúa mi unicidad, y conoce los medios que me permitirán comunicarla. Me veo relacionado con la generalidad: mi unicidad es… un hecho de serie… Mi vida ya está escrita por adelantado…”. Sin duda había en ello también otra reacción, francesa y elitista: “La escritura es algo que no se enseña”.
… Esta investigación me llevó finalmente a modificar mi práctica pedagógica. La lección fundamental que he sacado de ello es que en tales aprendizajes lo importante no es la retórica o el arte de escribir, sino la petición de escucha, la búsqueda del destinatario, la relación que se crea, y que hace posible todo lo demás.
Mi propósito aquí será simplemente organizar mis planteamientos, y poner un poco de claridad en este campo sin duda heteróclito en el que he reunido todo lo que tenía relación con el aprendizaje de la autobiografía… Pero antes de la cuestión del cómo viene la del por qué.

¿Por qué?
Desde el punto de vista de la oferta, nos podemos preguntar de dónde provienen las personas que proponen sus servicios a los aprendices autobiógrafos. ¿Qué tipo de autoridad o de competencia alegan? ¿Qué servicios ofrecen y con qué finalidad?

Veamos cinco situaciones posibles:

1. Los profesionales de la escritura, que venden una habilidad. Es el caso de una empresa recientemente creada, SOS Manuscritos, a la cual pueden dirigirse personas que quieren escribir su vida, o que ya la han escrito pero quieren mejorar su texto. Se estudia el caso, se hace un presupuesto, para un trabajo de elaboración o de reconstrucción con el cual se les asocia. “En lo que a mí se refiere, tengo la impresión de desempeñar el papel de confesor, de partero, de psicoterapeuta”, dice Michel Dansel fundador de la empresa… Allí van a buscar, a la vez que consejos técnicos, una atención personalizada, lo que un manual nunca podría ofrecer.
Se pueden proponer otro tipo de servicios a candidatos autobiógrafos, pero no implican un aprendizaje de la escritura. De entrada la oferta de “libros en blanco”, con encuadernación de cuero, destinados a lo que se escribe y conserva en ellos, entre otras cosas, “diario íntimo, carrera profesional, aventuras sentimentales, historia familiar, matrimonios”, etc…  Finalmente la oferta, que de por sí es decepcionante, de “publicar” por cuenta del autor, tres mil ejemplares del texto autobiográfico (u otro) que ha escrito. Existe pues todo un mercado de la autobiografía.

2. Los profesionales de la enseñanza en lengua materna (es decir, los profesores). En Francia, el ejercicio de la redacción tradicionalmente es considerado como elemental y reservado a las clases de los pequeños. Cuando se hacen mayores, hacen disertaciones, que es algo más serio. Por otra parte, el mundo académico y extra-académico están, en la mente de los alumnos y de los profesores, claramente separados. De ahí la sorpresa y el escepticismo del profesor francés cuando lee manuales de aprendizaje de la autobiografía destinados a estudiantes, y que parecen corresponder a una práctica pedagógica real. Estos manuales ofrecen una programación metódica en el aprendizaje, dan modelos sacados de los mejores autores clásicos y contemporáneos, proponen “ejercicios”. La finalidad, por ejemplo, que se propuso Lyons, es la de enseñar a los estudiantes a escribir y a componer. La autobiografía le parece un buen terreno de aprendizaje, porque el niño ya conoce el tema a tratar (¡), y puede centrar todo su esfuerzo en la escritura y en la composición. El libro de Porter y Wolf tiene un propósito menos utilitario, está más centrado en los grandes problemas existenciales, que refleja la autobiografía. El problema consiste en saber si esta oferta responde a una demanda, y qué tipo de compromiso adopta el profesor en sus relaciones con los alumnos. Tal enseñanza, sin duda, sólo es convincente si el profesor ya ha hecho y sabe hacer lo que pretende enseñar…

3. Los aficionados misioneros. Entiendo por ello, todos aquellos que, al haberlo pasado bien redactando su autobiografía o llevando un diario, se les ha metido en la cabeza enseñarlo a los demás. A menudo el libro es en sí mismo el resultado de una práctica pedagógica real (seminarios, cursos, talleres) y prolonga una especie de “cruzada” que es tan moral como literaria…

4. Los profesionales de la formación, para quienes la autobiografía (oral o escrita) del formado es en esta ocasión no una finalidad sino un medio. Su propósito no es enseñar a la gente a escribir su vida, sino simplemente a vivir, tomando conciencia de su pasado. En un segundo plano, y en el origen histórico, de este movimiento, está claro que está el psicoanálisis, en la medida en que fomenta sistemáticamente la amnesia del paciente, y ve en la revisión y la expresión del pasado uno de los medios de la “cura”… No tiene nada que ver con lo literario: el saber en el que se apoya el formador es de carácter psicológico y sociológico, y los textos que se escriben sólo son el testimonio y resultado de un trabajo de transformación de uno mismo. Al igual que las palabras que se intercambian en el análisis, sólo tienen plenamente sentido para aquellos que han vivido esa experiencia.

5. Por último, los catalizadores, aquellos cuya oferta es sólo la de una atención, o de una lectura, y que, sin dar ningún consejo y sin intervenir, desencadenan en los demás un deseo de escritura y las hacen pasar al acto. A menudo suele ser un proceso involuntario: en las entrevistas de historia oral, el entrevistado, que gracias a las preguntas empieza a recordar su pasado y comprueba el interés que suscitan sus respuestas, se suele animar a escribir su vida, compra un cuaderno y empieza…
¿Y la demanda? Nunca se ha llegado a hacer una encuesta estadística sobre las prácticas de escritura personal… El público al que va dirigido los libros norteamericanos está fundamentalmente constituido por personas a las que les gustaría escribir pero no se atreven. El destinatario del manual se supone que está ya convencido del interés de la escritura personal… El bloqueo del demandante puede ser de dos tipos diferentes. Bloqueo ante la propia escritura, relacionado sin duda con la clase social y la educación… Pero tales bloqueos se encuentran de hecho en todos los medios, y son a menudo la tapadera de otro tipo de bloqueo, más importante, que es el de la comunicación, o de un bloqueo ante la propia vida. La necesidad fundamental es entonces la de una atención, y la de una relación estructurante y que dé seguridad.
…la autobiografía, es una actividad propia de la madurez o de lo que actualmente se llama la tercera edad… La oferta es reciente, y forma parte de un importante movimiento social, al igual que el desarrollo de la psicología, la aparición de la historia oral y la difusión a través de los medios de comunicación de lo “vivido”, que tratan de llamar la atención del individuo sobre sí mismo.

lunes, 7 de marzo de 2011

La biografía como conversación



A propósito de la biografía de Virginia Woolf  escrita por Hermione Lee (1977), la Revista de Libros le dedicó un interesante artículo sobre el sentido de escribir biografías, tema intimamente ligado a nuestra materia de estudio.


LA BIOGRAFÍA COMO CONVERSACIÓN
Patricia Waugh

En cierta ocasión, el filósofo Maurice Merleau-Ponty señaló oportunamente que durante la experiencia de escribir se siente uno como si dejara atrás continuamente el yo que fue o que es. Cuando la tarea de escribir involucra un intento, tan centrado en el yo, como el de poner límites a otra vida, la experiencia particular de escribir una biografía, entonces el sentido de ese yo en la escritura, una suerte de náufrago, es más evidente. Sea bienvenido, pues, que el empeño épico de Hermione Lee de aprehender la vida de Virginia Woolf comience con un humilde eco de la imposibilidad sisífea de llevar a buen término semejante empresa. El libro se abre con estas palabras de la propia Viginia Woolf: «¡Dios!, ¿cómo se escribe una biografía?» (más adelante, Hermione Lee recordará palabras de la escritora, al volver a tratar sobre este asunto; la propia Virginia Woolf, ya cerca del final de su vida, luchaba para concluir la biografía de Roger Fry, y le dijo a su sobrina Angelica Bell: «¿Tú crees que puede escribirse una biografía? Yo lo dudo, porque hay gente por todas partes»). Desde el primer renglón de este inteligente trabajo, fundado en una investigación irreprochable, el lector es muy consciente de la preocupación de su autora por no perder de vista la tenue línea que, al escribir la vida de otro yo, separa lo artístico del narcisismo; aísla la recreación empática de la poco honrada proyección personal. Acaso en mayor medida que ningún otro arte, la biografía reclama del escritor tanto la identificación proyectiva como la lucha para evitar los efectos distorsionadores de un exceso de identificación «proyectiva»; debe librarse el biógrafo de los efectos de leer al otro inconscientemente en términos de obsesiones y preocupaciones propias. La biografía solicita una empatía disciplinada, pero no necesariamente una simpatía incondicional (esta biografía contiene ambas en una relación perfecta). No es lo mismo empatía que simpatía, aquélla implica la capacidad para ponerse en el lugar del otro, ésta pide un añadido de compasión. De aquí que pueda cualquiera servirse de la conciencia empática de la vulnerabilidad del otro para torturar o hacer sufrir a los demás; y, ciertamente, podría decirse que tal vez la crueldad se diferencie de la mera brutalidad a causa precisamente del inteligente uso que hace de la conciencia empática. El biógrafo debe poseer esta empatía, y, cuando sea necesario, debe saber expresar, con equilibrio, su simpatía hacia el sujeto biografiado. Son muchas las biografías de Virginia Woolf que se han servido de la empatía para pintar crueles retratos de histeria y neurosis. Otras han sido tan explícitamente simpatizantes que han sido injustas hacia quienes la rodearon, personas de su familia: Leonard, Vanessa; amigas: Ottoline Morrell, Ethel Smyth. La empatía es el rasgo emocional más relacionado con la categoría artística de la «capacidad negativa»; ambos son un modo de protección contra los peligros de la identificación narcisista (en esto pensaba Wilde cuando decía que un retrato de cualquier pintor es su autorretrato). La empatía es el equivalente para el biógrafo de esa «capacidad negativa» que debe poseer el artista creativo. En la medida en que Virginia Woolf posee esta última, Hermione Lee es dueña de la primeEste es uno de los motivos por el que esta biografía es, con gran diferencia, la más convincente y la más inteligentemente receptiva de todas las que hasta hoy se han escrito sobre Virginia Woolf. El estudio de Hermione Lee se abre con una exposición muy meditada que trata de sus propios hallazgos acerca de las dificultades de escribir una biografía. Al dirigir a la novelista las palabras sobre las dificultades de escribir una biografía, se identifica la biógrafa con la escritora en lo que se refiere a las dificultades del oficio. Es capaz de comprender cómo se sentía Viginia Woolf, porque se trata de una experiencia que comparte con ella, aunque a su manera, con su matices. A través de las novecientas páginas de este bien documentado libro, de fácil lectura, sin embargo, tendrá que reconstruir y narrar experiencias que no puede haber compartido con la persona biografiada, y con frecuencia lo hará desde ese punto de vista que le otorga el poseer documentación de la que Virginia Woolf no sabía nada. La autora de esta biografía deberá evitar sucumbir a la tentación de creer que conoce a Virginia Woolf «mejor» que ella (mejor incluso que los médicos que la trataron), porque la conoce desde puntos de vista desconocidos para la escritora. Respecto de este asunto, nunca yerra el delicado pulso de Hermione Lee: se advierte al leer este libro que al traer los ecos de aquel deseo de Virginia Woolf de narrar biografías femeninas respeta asimismo la idea de la escritora de que puede verse el mundo como mujer, sin necesidad de internarse en ningún árido desierto de la conformista y poco honrada corrección política. (Ni siquiera llega a decir esto la autora, pero siente el lector que esta consideración sobrevuela todas y cada una de las páginas del libro.) Las teorías de la escritora acerca de la biografía, tan cargadas de metafísica, no han sido obstáculo ni han disuadido a los muchos historiadores positivistas de la literatura que se han lanzado a escribir esas biografías de Virginia Woolf supuestamente definitivas. Acaso sea muestra de estos tiempos tan conscientes de la reflexividad lingüística, y no lo es menos de la sensibilidad de Hermione Lee hacia la protagonista, el hecho de que la biografía comience con una meditación acerca de las condiciones de la escritura y acerca de las relaciones de la biografía con cierta tradición. Casi es inevitable, hoy en día; quienquiera que se acerque a escribir de nuevo sobre Virginia Woolf debe prepararse para desbrozar sucesivas sedimentaciones de palimpsestos que se han depositado en torno a los mitos de la enfermedad, la locura, el esnobismo, el culto a Bloomsbury; sedimentaciones que han aprisionado y aun oscurecido la imagen de la escritora desde hace cuarenta años. Hay que volver a examinar los mitos, deben someterse a toda la variedad de nuevas pruebas que han aflorado en estos tiempos, y deben repudiarse si no están a la altura de las pruebas, si no son plenamente satisfactorios. No obstante, Hermione Lee sabe reconocer hasta qué punto los mitos son poderosos, precisamente porque su indeterminación cultural impide que sean deconstruidos con facilidad, porque nacen en comarcas del inconsciente cultural colectivo, en la región de los deseos y los miedos, y no pueden verterse fácilmente al lenguaje analítico ordinario (la propia Virginia Woolf fue siempre refractaria al psicoanálisis, en un ensayo publicado en 1920, Novela freudiana, defendió la idea de que la ciencia no puede interpretar la conducta humana, porque la gente, de forma inevitable, se convierte en «casos» clínicos). El capítulo dedicado a la enfermedad mental de Virginia Woolf proporciona un excelente ejemplo del método de trabajo que se sigue en el conjunto de la obra. Presenta la experiencia de la enfermedad no sólo desde el punto de vista de la paciente que se esfuerza por interpretar lo que le está ocurriendo, no sólo desde la perspectiva de quienes más próximos a ella se hallaban, Leonard o Vanessa, que la atendían a diario, y, en fin, no sólo a través de los ojos de los médicos que le recetaban medicinas o «curas de reposo», sino a través de las muchas teorías acerca de la enfermedad mental prevalecientes en la época: darwinistas, freudianas, religioso-morales. (Para explicar el contexto de la enfermedad, aduce incluso el testimonio de la farmacopea contemporánea que indica que muchos de los síntomas de la enfermedad de Virginia Wooolf nacieron o se exacerbaron por causa de las medicinas y drogas que le recetaron.) Muestra a Virginia Woolf durante el proceso de aceptar o rechazar las diferentes explicaciones; la muestra luchando, sirviéndose a menudo del vehículo de la prosa narrativa, para crear la expresión propia de su enfermedad, una expresión con la que sentirse satisfecha. A decir verdad, Hermione Lee llega a decir incluso que hay una relación profunda entre el arte de las vanguardias y la experiencia de la enfermedad, que el horror de la incomunicación, la aparente inaccesibilidad del yo íntimo propician la aparición del yo del arte de las vanguardias como representación, ese yo al que ocultan una miríada de atuendos experimentales. Sabe captar la sensación de precariedad que esto involucra, sabe captar la sensación de Virginia Woolf: «El equilibrio entre lo exterior y lo interior es, después de todo, asunto muy precario. Dependen el uno del otro íntimamente. Si los sueños se separan excesivamente de la realidad, se convertirán en una suerte de locura que en el artista generalmente reviste la forma de la evasión». Hermione Lee se las arregla para respetar las palabras de Virginia Woolf en el retrato que pinta de ella, se las arregla para leer la biografía de Virginia Woolf desde el punto de vista de la propia escritora acerca de las biografías y de la comprensión del yo. Logra explicar, además, de forma hermosa y acertada, al desenredar de forma gradual los diferentes aspectos de las biografías sobre Virginia Woolf publicadas en estos cuatro últimos decenios, la historia de una suerte de evolución crítica que, a su vez, puede leerse como una especie de historia cultural e intelectual de las letras británicas del siglo XX : Virginia Woolf, la delicada dama escritora, la proveedora del arte simbolista de las vanguardias, la Proust de la novela inglesa, y, desde hace poco, la activista política, la desconstructora de la «anglicidad» de Inglaterra, la precursora del yo posmoderno prefigurado en forma de espíritu de la calle, de nómada. La secuencia de los retratos de Virginia Woolf, al igual que la procesión dramática de su propia novela Entre actos, ofrece no tanto la ficcionalización del yo cuanto la narrativización de la identidad en la Gran Bretaña del siglo XX . Hermione Lee arroja luces deslumbrantes sobre cómo la propia ficción constituye una forma de progresiva autobiografía sometida a continua revisión, en la que Virginia Woolf lucha contra lo que denominaba el «maldito yo vanidoso», pero que se ve obligada a regresar una vez tras otra a su misteriosa y cambiante opacidad. Con la responsable honradez que la caracteriza, Hermione Lee es muy cauta y cuidadosa en lo que se refiere a la interpretación de la biografía de Virginia Woolf, pero es atrevida y creativa cuando habla de la obra narrativa. En Al faro, su novela más famosa, la propia Virginia Woolf se comparaba a sí misma con un pez en el agua, que tuviera que nadar en medio de extrañas y tenebrosas corrientes, pero que de vez en cuando diera un salto sobre la superficie: por ese salto es por lo que se nos conoce, dice. El triunfo de la biografía de Hermione Lee consiste en que no sólo logra captar la complejidad del mundo de la escritura del yo de Virginia Woolf, las identidades de su narrativa, sino también sus relaciones intrincadas y profundas, aunque evanescentes, con los aspectos triviales o mundanos de vivir la vida –tan llena de liturgias familiares–, con la penalidad de ganarse el sueldo, con las discusiones del mobiliario de cada casa, con los libros leídos, con las conversaciones entre todos un año tras otro. El propio estilo de Hermione Lee y la disciplina analítica que lo acompaña crean una ventriloquía fiel pero vagamente irónica de las diferentes voces de la escritora. Todo (amigos, casas, matrimonios, familias, reputaciones) es aquí, con palabras de la propia Virginia Woolf, sólido y cambiante, granito y arco iris, público y privado, compuesto como en una fotografía de estudio, pero, a la vez, fluido como los pensamientos que se deslizan por la mente al pasear por cualquier calle. Hermione Lee derrota cualesquier prejuicios provenientes de la falacia patética, y presenta el yo de Virginia Woolf como una escritura propia, que es sucesivamente ingeniosa, contemplativa, privada, firme, vacilante, irónica, plena de simpatía. Como si fuera la huella de un recuerdo, pero a la vez con la fuerza de la presencia inmediata, Virginia Woolf brota de forma misteriosa de estas páginas, casi como si estuviéramos escuchando detrás de la puerta una especie de muy larga conversación que la biógrafa sabe que nunca podrá concluir. De igual forma Virginia Woolf se construyó a sí misma mediante las palabras que derramaba su pluma: se disfrazó de novelista, crítica, biógrafa, panfletista, escritora de diarios, propagandista, corresponsal, ensayista; de igual forma el propio poder de Hermione Lee para reconciliar lo sólido y lo cambiante (parece como si nunca hubiera habido contradicciones entre uno y otro) nos ofrece una biografía en la que Virginia Woolf seguro que se hubiera reconocido en toda la poliédrica complejidad de su vida pública y privada. Nos recuerda, Hermione Lee, ciertamente, que uno de los logros más relevantes del círculo intelectual de Virginia Woolf fue el de derribar estas barreras, y coloca este hecho como eje central de su empeño feminista. En 1940, escribía Virginia Woolf a Ethel Smyth: «Pensaba ayer por la noche en que nunca ha habido autobiografía femenina. Nada comparable a Rousseau. La razón, supongo, debe de ser la castidad y la inocencia». Este deseo de escribir las biografías no narradas de las mujeres se convirtió en una de las fuerzas motrices de su prosa, narrativa o no: el deseo de explorar en términos relacionados estrictamente con la experiencia femenina de por qué nuestras vidas deberían ser, según el famoso aserto de T. S. Eliot (elaborado posteriormente por Barthes), una evasión de nosotros mismos. Pero Hermione Lee capta con hermosura en su estudio una de las paradojas centrales de la propia escritura de Virginia Woolf dedicada al yo: la idea de que se sabe más de nosotros mismos cuanto más esfuerzo ponemos en ocultarnos, que mediante nuestras exhibiciones públicas. Es opinión común que el apetito de vanagloria es un fracaso del control de sí, del autocontrol, pero el remedio nunca debería ser la negación de sí, el borrarse a sí misma; actitudes estas que son muy femeninas, actitudes que Virginia Woolf asociaba con la generación de sus padres. Virginia Woolf se dio cuenta, mucho antes de todas las teorías posmodernas sobre la mascarada o los disfraces, de que el yo de nuestra actuación continua se derrumba ante una división entre lo público y lo privado demasiado estricta; que somos el público espectador de las propias representaciones de nuestro yo, en los momentos de intimidad no menos que en el escenario de la vida pública. Hermione Lee capta con extraordinaria sutileza la forma en que las complejas relaciones de Virginia Woolf (por ejemplo, con otros escritores) brotaban de una compleja transacción de transferencia y contratransferencia. De forma que su idea de Katherine Mansfield, por mencionar una de estas relaciones, se halla mediada siempre y en primer lugar por esa otra idea de sí misma y de Katherine Mansfield como escritoras, creaciones del mundo literario, creaciones que de forma inevitable se hacen interiores; así pues ver a los demás exige mirar siempre –aunque no siempre se pueda ver– hacia una galería de ojos vigilantes y calculadores que filtran de forma oscura la propia mirada. Ser escritora es ser propiedad pública, es serlo de dos formas diferentes, consiste en estar despojada públicamente del yo, y en ser muy consciente de la imposibilidad de acceder a ese otro yo interior, al confidente escondido y secreto que elude cualquier oposición simplista entre público y privado. Como señala Hermione Lee, Virginia Woolf fue además una lectora incansable, desde muy joven mantuvo siempre un calendario de lectura muy riguroso, como forma de autodidactismo, como esfuerzo para superar la exclusión patriarcal de las mujeres del sistema educativo. Libros y personas se convirtieron en elementos intercambiables, entes que podían leerse. Señala Hermione Lee, además, que debemos tomar precauciones ante semejante intercambiabilidad: «Hay algo preocupante en quien necesita pensar en las personas como si fueran libros. Es un síntoma defensivo, acaso, de frialdad y temor, pero también de interés». Es un síntoma también, quizá, de que, al igual que lo público y lo privado, no pueden separarse libros y personas de la experiencia del yo; para una escritora, en particular, tampoco pueden separarse el arte y la vida. Hermione Lee nos recuerda que tratar a las personas como si fueran libros es tanto un síntoma de interés como de posible defensa; seguro que para Virginia Woolf la experiencia de la lectura, la experiencia de los «lectores comunes» es una absorción de lo exterior y de lo interior del yo. Aunque se recobre el yo después de la absorción, como sucede en el caso del amor, nunca es el mismo yo el que se recupera. Cita Hermione Lee una carta de Ethel Smyth que señala hacia esta relación entre la lectura y el amor romántico (como opuesto al mero deseo físico): «A veces me imagino la vida en el cielo como una lectura continua e inagotable. Es un trance incorpóreo e intenso como el que se apoderaba de mí cuando niña [...] la lectura es una completa aniquilación del yo que se erige como esa otra parte autónoma del cuerpo que no me atrevo a nombrar». Comparte Hermione Lee con Virginia Woolf el sentido de la misteriosa experiencia de la intimidad que puede nacer de la lectura. Al comienzo de la obra escribe acerca de la curiosa sensación que tiene el biógrafo de conocer al sujeto de su interés mejor que el propio sujeto se conocía a sí mismo. Pero Hermione Lee reconoce el seductor engaño que puede acompañar semejantes ideas: se reconoce por ejemplo en esta suerte de intimidad que es como una patología de segunda mano, como la que afloró en el dolor que se mostraba en los funerales de la princesa Diana. La intimidad de «esta» biografía, la sensación que la escritora crea de vivir en el interior de Virginia Woolf se templan y refinan mediante una conciencia sensible e inteligente (nunca exageradamente piscoanalítica, una suerte de reflejo de las propias preocupaciones de Virginia Woolf) de los complejos procesos de transferencia que involucra el pensar en la biografía como si fuera un proceso de lectura. Lo que Hermione Lee evita de forma admirable en este estudio, no obstante, es la sensación de sentirse dueña del campo de estudio: consigue transmitir la idea de dominio del material con el que trabaja a través de una intimidad vacilante y empática, en vez de ofrecer certidumbres definitivas e irrebatibles. Sabe que, como dijo en cierta ocasión Henry James, en la vida las relaciones personales no concluyen jamás, en ninguna parte, mientras que en el arte debe parecer que sí concluyen. Sabe además que la biografía es tan difícil porque es el arte «de» la vida, y por lo tanto debe arreglárselas para llevar a cabo simultáneamente estas dos funciones que señala Henry James. Reconoce Hermione Lee que su Virginia Woolf, aunque fue una persona histórica, vive de forma inevitable también como un personaje en el sentido de que está disponible, mediante el proceso biográfico, para ser consumida como sujeto narrativo. Uno de los placeres que la narrativa brinda al lector, un placer de segunda mano, voyeurístico además (acaso, incluso, erótico), consiste en que parece que entramos en el personaje como un yo cualquiera, y que conocemos otro yo a la vez por dentro y por fuera, como ni siquiera a nosotros mismos llegamos a conocernos. Uno de los más acabados logros de esta biografía es la forma en la que juega con su propia condición de biografía, suspendida sobre la ficción y la propia vida, para hacernos considerar cómo los yoes de verdad son tanto personajes de ficción como construcciones que se llevan a cabo mediante intercambios múltiples de suspensión de la incredulidad, que muy afortunadamente coinciden con una conciencia irónica y compleja de teatro y de inacabable transferencia. Somos simultáneamente lectores ingenuos y complejos. No sabríamos leer nuestras propias vidas de otra forma. Ofrece Hermione Lee un relato ejemplar, por ejemplo, de la gran mayoría de esos monumentos sólidos, materiales (el «granito») de la vida de Virginia Woolf, pero nos obliga a pensar en algo más que en la simple presencia de una habitación propia, y nos hace pensar en que los edificios son a la vez sólidos y cambiantes, que modelan y especializan nuestras relaciones con los demás, que constituyen el tejido de la biografía de Virginia Woolf, al igual que lo hacen con la nuestra propia, generalmente a través de formas que no se analizan. No se nos dice en qué medida su sensibilidad hacia este aspecto de la vida de Virginia Woolf, con frecuencia desdeñado, nace de sus propias identificaciones confesas (crecieron en el mismo barrio de Londres, pasearon por las mismas calles, se formaron literariamente mediante lecturas análogas). Da igual, porque lo importante para ella es reconstruir mediante la imaginación lo que habría sido sentirse como Virginia Woolf viviendo en un lugar concreto, en un momento determinado. El éxito, desde este punto de vista, es completo. Deja una esta biografía siendo capaz de imaginar asimismo cómo habría sido sentirse en el interior de algunos otros «personajes», la deja deseando que escriba más, la biografía de Leonard, de Vanessa, o incluso la biografía de Roger Fry. La sensación es la de algo que está completo y a la vez incompleto, es la sensación que se adueñó de Virginia Woolf tras la muerte de Katherine Mansfield, que la «obsesionaba como nos obsesiona la gente a la que hemos amado, pero con quienes no hemos terminado de hablar». La observación no es extraña (a decir verdad, se ha convertido casi en la primera regla del confesor personal), sino como comentario sobre aquellos a quienes hemos conocido y amado a través de sus «escritos», quienes han adquirido la condición de «autor»; condensa la intensidad tanto de la presencia como de la ausencia, de lo corpóreo y lo fantasmal, que es el centro de esa conversación que se llama lectura, y de esa peculiar forma de escribir que se llama literatura. Después de leer esta Virginia Woolf he decidido releer sus novelas. La conversación no ha terminado; la obsesión, tampoco.
Traducción de Dámaso López

lunes, 28 de febrero de 2011

Joyce Carol Oates


Tras la repentina muerte de su marido en 2008, Joyce Carol Oates (Nueva York, 1938) escribió Memorias de una viuda (Alfaguara), que saldrá en España en abril. Unas memorias deslumbrantes que capturan aquellos momentos de dolor e incertidumbre y la manera cómo debió buscar el equilibrio. El resultado es una narración con evocaciones y agudas reflexiones sobre el amor y la moral. A continuación transcribo un fragmento.
  
  MEMORIAS DE UNA VIUDA 
Joyce Carol Oates

1. El mensaje

15 de febrero de 2008. Cuando regreso a nuestro coche que había aparcado de cualquier forma en una estrecha bocacalle cercana al Princeton Medical Center, veo, sujeto con el limpiaparabrisas, lo que parece ser un trozo de cartulina. Se me encoge bruscamente el corazón y me siento llena de consternación y una aprensión culpable: ¿una multa?, ¿una multa de estacionamiento?, ¿en estos momentos? Hace unas horas aparqué ahí, apresurada, agobiada, con una ristra de advertencias pasándome por la cabeza como si fueran gritos de cigarras —si me hubieran visto, habría pensado con compasión: esa mujer tiene una prisa desesperada, como si fuera a servirle de algo—, de camino a ver a mi marido en la Unidad de Telemetría del centro médico en el que había ingresado unos días antes con neumonía; ahora necesito volver a casa unas horas y prepararme para regresar al centro médico a primera hora de la noche, angustiada, con la boca seca y dolor de cabeza pero en un estado de nervios que podría llamarse «esperanzado», porque desde su ingreso en el centro médico, Ray no ha dejado de mejorar, tiene mejor aspecto y se encuentra mejor, y su nivel de oxígeno, medido en unas cifras que fluctúan literalmente con cada inspiración —90, 87, 91, 85, 89, 92—, mejora sin cesar; están haciendo los preparativos para trasladarlo a una clínica de rehabilitación cercana (la esperanza es nuestro consuelo ante la mortalidad), y ahora, a media tarde de otra de estas interminables y agotadoras jornadas de hospital, ¿de verdad que nos han puesto una multa de coche? ¿En mi distracción he aparcado en zona prohibida? El límite de tiempo para aparcar en esta calle es de dos horas, he estado más de dos en el hospital, y veo, avergonzada, que nuestro Honda Accord de 2007 —de un blanco inquietante en el atardecer de febrero, como una extraña criatura fosforescente en las profundidades marinas— está estacionado de forma inexperta y, sobre todo, nada elegante, torcido respecto a la acera, con la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada y el parachoques delantero casi tocando el todoterreno de la plaza siguiente. Pero ahora, si esto es una multa, lo primero que pienso es: «No se lo diré a Ray, la pagaré en secreto».

Salvo que la hoja de papel no es una multa del Departamento de Policía de Princeton, sino un trozo de papel corriente, que, cuando mi mano temblorosa lo abre y alisa, resulta ser un mensaje de un particular en letras de imprenta enormes, agresivas, que leo varias veces con ojos asombrados como si estuviera a punto de precipitarme en un abismo:

APRENDE A APARCAR, ZORRA ESTÚPIDA

Así, como en esa parábola de Franz Kafka en la que la verdad más profunda y devastadora de la vida de un individuo se la revela un transeúnte en la calle, como por casualidad, sin importancia, la Futura Viuda, como si fuera ya Viuda, se ve obligada a comprender que su situación, por desgraciada, desesperada o angustiosa que sea, no le da derecho a pisotear los límites de los demás, sobre todo de desconocidos que no saben nada de ella; «la rueda posterior izquierda varios centímetros fuera de la línea blanca de la calzada».

2. El accidente

Sufrimos un accidente de coche. Mi marido murió pero yo sobreviví.

Esto no es (exactamente) cierto. Pero en todos los demás sentidos, lo es.

4 de enero de 2007. Más o menos trece meses antes de que mi marido se viera aquejado por un brote de neumonía y su esposa le llevara, angustiada, a las urgencias del Princeton Medical Center en la bendita ignorancia del hecho —el hecho terrible e irrefutable— de que nunca iba a hacer el viaje que le trajera de vuelta a casa, sufrimos un grave accidente de coche, el primero de nuestra vida de casados.

En retrospectiva parece irónico que este accidente en el que Ray muy bien podría haber muerto pero no murió ocurriese a menos de dos kilómetros del Princeton Medical Center, en el cruce entre Elm Road y Rosedale Road; era una intersección por la que pasábamos siempre de camino a Princeton y de vuelta a casa; es un cruce por el que tengo que pasar como en una pesadilla que se repite, en la que me reprochan mi pena: «¡Podías haber muerto aquí! No tienes derecho a llorar, te han regalado tu vida».

Eran aproximadamente las diez de la noche de un día entre semana. Mientras entrábamos en la intersección, en la que el semáforo rojo acababa de pasar a verde, nuestro coche recibió el impacto de un vehículo que se dirigía a toda prisa hacia el norte por Elm Road y que pulverizó la parte delantera del nuestro, que patinó, dio vueltas y volcó de manera espectacular, como en una espeluznante película de acción: sólo faltó una explosión ensordecedora.

Aquel vehículo que pareció salir de la nada debía de circular a una velocidad muy superior al tranquilo límite de Princeton, 40 kilómetros por hora. De pronto surgió por el lado del conductor, el resplandor infernal de unos faros, el chirrido de unos frenos y un tremendo impacto; la parte delantera del coche quedó destrozada, los cristales se hicieron añicos y los airbags se inflaron.

En el otro vehículo iba un joven al volante con otro amigo al lado, y en el nuestro, mi marido, que conducía, y yo, en el asiento del copiloto, completamente aturdida por la colisión. En la extraña cámara lenta a la que se viven esos traumas físicos repentinos, pensé: «¿Estoy viva? ¿Puedo moverme?».

Los dos coches quedaron en estado de siniestro total, reducidos a pura chatarra en unos segundos. Del chasis volcado del otro vehículo, a unos diez metros de distancia, salieron el conductor y su amigo, ilesos.

Nuestro coche se detuvo en medio de la intersección, emitiendo un vapor apestoso. Inmediatamente después del choque estábamos demasiado confusos para valorar lo afortunados que habíamos sido; en los días, semanas y meses posteriores intentaríamos comprender esa realidad tan incomprensible: que el otro vehículo no había golpeado más que la parte delantera de nuestro coche, el motor, el capó, las ruedas delanteras; unos centímetros más atrás, y Ray habría muerto o habría quedado gravemente herido, aplastado entre los restos del coche. No podíamos alcanzar a darnos cuenta de lo cerca que habíamos estado de un accidente espantoso; si, por ejemplo, el otro vehículo hubiera entrado en el cruce medio segundo después...

Dentro del amasijo de nuestro coche había un olor arenoso y a quemado. Nuestros airbags se habían disparado con el debido rigor. A quien no haya estado nunca en un vehículo cuando saltan los airbags le costará imaginarse lo violentos, potentes, beligerantes que son.

Uno podría esperar vagamente que sean mullidos, incluso como globos; pues no.

Uno podría esperar una cosa que no le hiera mientras le protege de lesiones más graves, pues no. En el instante de la explosión del airbag, Roy recibió en el rostro, los hombros y el pecho una paliza como si hubiera sido el sparring de un boxeador peso pesado; las manos que agarraban el volante quedaron salpicadas de ácido y con unas quemaduras del tamaño de una moneda que le iban a picar durante semanas. Yo, a su lado, estaba demasiado nerviosa para darme cuenta de con qué fuerza me había golpeado el airbag, pensé que era el salpicadero que se me había venido encima y me había aplastado en el asiento, casi sin dejarme respirar. (Durante dos meses me dolieron tanto el pecho, las costillas y los brazos que no podía casi moverme sin hacer una mueca de dolor y no me atrevía a reírme a carcajadas.) Pero en nuestro coche destrozado, en la euforia de la adrenalina cortical, no fuimos muy conscientes de que estábamos así de heridos y golpeados; conseguimos abrir con esfuerzo las puertas y salir a la calle. Nos inundó una ola de alivio. ¡Estamos vivos! ¡Estamos ilesos!

Llegaron a la escena del accidente unos policías de Princeton. Llegó una ambulancia con personal de emergencia. Yo recordé que una de mis alumnas de Princeton, una chica, era voluntaria en las urgencias médicas de Princeton, y esperé que no estuviera entre los allí presentes. Confiaba en que este episodio no se difundiera a toda prisa entre mis estudiantes. A que no sabes quién sufrió un accidente de coche anoche: ¡la profesora Oates!

Recomendaron en tono firme que «Raymond Smith» y «Joyce Smith» fueran en ambulancia a Urgencias para ser examinados —sobre todo, era importante que nos hicieran radiografías—, pero lo rechazamos y dijimos que estábamos bien, estábamos seguros de que estábamos bien. Aún en la falsa euforia de después del choque, en la que no había dolor ni prácticamente conciencia del concepto de dolor, insistimos en que estábamos muy bien y queríamos irnos a casa.

De pie en medio del frío, tiritando y temblando, y con nuestro coche pulverizado como si un gigante juguetón lo hubiera retorcido con las manos y lo hubiera dejado caer, lo que más queríamos era ir a casa.

Nos preguntaron si «rechazábamos» el tratamiento médico y protestamos diciendo que no estábamos rechazando el tratamiento, simplemente pensábamos que no nos hacía falta.

«Rechazado», pues, escribió el agente en su informe.

Dos policías nos llevaron a casa en su vehículo. Se mostraron amables y educados. Llegamos a nuestra casa a oscuras casi a medianoche. Teníamos la impresión de haber estado fuera mucho más tiempo que unas cuantas horas, y de que habíamos hecho un largo viaje. Sentíamos los nervios de punta, como cables eléctricos rotos en la calle. Yo había empezado a sufrir unos escalofríos convulsivos. Tenía los ojos secos pero me sentía tan exhausta y agotada como si hubiera estado llorando. Veía que Ray estaba bien —como insistía él—, que estábamos los dos bien. Habíamos rozado la catástrofe, pero no se había producido. Y esa realidad me resultaba difícil de comprender, como intentar encajar una idea grande y pesada en una pequeña zona del cerebro.

Empecé a sentir las primeras punzadas de dolor en el pecho. Al levantar el brazo. Cuando me reía o tosía.

Ray descubrió unas manchas rojizas en sus manos.

—¿Me he quemado? ¿Cómo demonios me he quemado?

Se echó agua fría. Tomó aspirina para el dolor.

Yo tomé aspirina para el dolor. No me apetecía nada acostarme con una deprimente noche de insomnio por delante, pero a las dos de la mañana estábamos ya en la cama y durmiendo, más o menos. Los faros cegadores, el chirrido de los frenos, ese momento de impacto increíble... El ácido olor a química, los airbags golpeándonos como unos extraterrestres enloquecidos en un film de horror y ciencia ficción...

—Voy a comprar un coche nuevo. Mañana.

Ray habló con calma en la oscuridad. Había en sus palabras un consuelo que indicaba rutina, costumbre.

El consuelo de que Ray iba a supervisar las repercusiones del accidente.

Raymond, el «sabio protector».

Era ocho años mayor que yo, durante la mayor parte del año. Nació el 12 de marzo de 1930. Yo nací el 16 de junio de 1938.

¡Cuánto tiempo ha pasado desde esos nacimientos! ¡Y cuánto tiempo llevábamos casados, desde el 23 de enero de 1961! En el momento del accidente, faltaban unas semanas para celebrar nuestro 47.º aniversario de boda. A nadie que lea esto, si es más joven de lo que éramos nosotros, se le ocurriría pensar que para nosotros estas fechas eran irreales, o surrealistas; siempre habíamos sentido, durante nuestro largo matrimonio, como si nos hubiéramos conocido unos años antes, como si fuéramos «nuevos», todavía «estuviéramos conociéndonos»; nos mostrábamos «tímidos» a menudo uno con otro; había muchas cosas que no queríamos decirnos ni «compartir» con el otro, como les pasa a las personas que todavía están empezando a conocerse más a fondo y no quieren arriesgarse a ofender ni sorprender al otro.

Mi marido no leyó nunca casi ninguna de mis novelas ni mis relatos cortos. Sí leía mis ensayos y mis reseñas para publicaciones como The New York Review of Books y The New Yorker; Ray era un editor excelente, sagaz y culto, como han dicho innumerables escritores que colaboraron con The Ontario Review, pero no leyó casi nada de mi ficción, y, en ese sentido, podría afirmarse que Ray no me conocía por completo o, en un aspecto importante, ni siquiera en parte.

¿A qué se debió eso? Hay muchas razones.

Lo lamento, creo. Quizá lo lamento.

Porque escribir es un trabajo solitario, y uno de sus peligros es la soledad.

Pero una ventaja de la soledad es la intimidad, la autonomía, la libertad.

Y cuando pensé, la noche del accidente y los días y noches posteriores, mientras unos dolores fantasmas me asaeteaban el pecho y las costillas y perdía la esperanza de que los feos cardenales amarillos y azulados fueran a desaparecer alguna vez, que, si Ray se moría, me quedaría totalmente abandonada, que era mucho mejor morir con él que sobrevivirle sola, en esos instantes no estaba siendo escritora por encima de todo, ni siquiera escritora, sino esposa.

Una esposa a la que aterraba la idea de convertirse en viuda.

Por la mañana, nuestras vidas volvieron, aunque sutilmente alteradas, extrañas, como las vidas de otros que no tenían más que una semejanza superficial con las nuestras pero no eran las nuestras. Habría sido el momento de decir: «Mira, ¡nos podíamos haber matado anoche! Te quiero, qué agradecida me siento por estar casada contigo...». Pero las palabras no acabaron de salir.

Cuántas cosas que decir en un matrimonio, cuántas que no se dicen. Una razona que habrá otros instantes, otras ocasiones. ¡Años!

Esa mañana, Ray llamó al concesionario de Honda en el que había comprado el coche para pedir que vinieran a recogerle y le llevaran a la tienda de State Road con el fin de comprar otro, un Honda Accord LX, 2007 (con techo corredizo) que aparcó delante de casa a media tarde, reluciente como su predecesor.

—¿Te gusta nuestro coche nuevo?

—Siempre me encanta nuestro coche nuevo.

De modo que pensaría después: «Podía haber muerto entonces. Los dos. El 4 de enero de 2007. Podía haber ocurrido muy fácilmente. Un año y seis semanas —el tiempo que nos quedaba— que fueron un regalo. ¡Da gracias!».

lunes, 21 de febrero de 2011

FOTOGRAFÍA Y ESCRITURA

A propósito de la reciente publicación de los escritos autobiográficos de Salvador Elizondo, reunidos en el volumen MAR DE IGUANAS (Atalanta), presento un texto de  Sergio R. Franco, sobre la importancia de la fotografía en el escrito AUTOBIOGRAFÍA PRECOZ de Salvador Elizondo, aparecido en la Revista Iberoamericana en 2007.
FOTOGRAFÍA Y ESCRITURA EN AUTOBIOGRAFÍA PRECOZ DE SALVADOR ELIZONDO

¿Se escribirían tantas memorias y autobiografías en la actualidad si no dispusiéramos de fotografías, es decir, de un archivo visual que anima la capacidad evocadora de los individuos? Como bien saben todos los que hayan leído a Proust, la memoria no requiere de imágenes para su incitación; pero no deja de ser cierto que el vertiginoso archivo visual puesto a nuestra disposición desde la aparición de la fotografía incrementa –y quizá también obtura– nuestra aprehensión fenoménica del mundo y del pasado, rendido a nuestra contemplación subyugada o distraída. Asimismo, sería justo que nos preguntáramos por la vigencia de lo autobiográfico per se en este período dominado por la imagen, el simulacro y la teletecnología. ¿No es exacto ver en el auge de lo visual y de lo audiovisual una posibilidad para articular lo autobiográfico (así como lo biográfico y lo histórico) de una manera distinta? ¿No podríamos considerar la común práctica del álbum de fotos como la contrapartida no “ilustrada”, valga la ironía, al texto autobiográfico que se ajusta mejor al nuevo sensorium que la tecnología ha acarreado?
...
En Autobiografía precoz encontramos dos fotografías, dispuestas una de ellas al inicio del libro y otra al final. La primera es contemporánea a la escritura del texto: el joven Salvador Elizondo aparece retratado en ligero picado, desde arriba de la cintura a la cabeza, en composición de tres cuartos, lo que acentúa el contraste de luces y sombras de la imagen. La segunda foto proporciona el retrato del autor al tiempo de la nueva edición de la obra. Ahora Elizondo aparece fotografiado frontalmente desde arriba de las rodillas hasta la cabeza, la mano derecha enlazando la muñeca de la izquierda. No ha intentado repetir una pose. Sabe que ello solo agudizaría la diferencia y la semejanza; es decir, el contraste. Pero éste no puede ser eludido ante la inevitable transformación del cuerpo del autor real, tan notoria como la modificación de temperamento del personaje que cada uno e los retratos suministra.
La razón que explica la presencia de estas dos imágenes parece clara: son evidencia de verdad, concepto que, como señala Hayden White, pertenece al orden del discurso y no al de los eventos. Puesto que el auge de la fotografía ocurre durante el período en que decae la religión en el imaginario de occidente, suplantada por la democracia y la ciencia (la fotografía colabora con la segunda y auxilia en el proceso de industrialización, en la vigilancia y el control), ella posee un estatuto de verdad pues se la presume suministradora de documentos objetivos. Asimismo, se sabe bien el vínculo entre fotografía y realismo literario, pues ambos comenzaron a incrementarse por la misma época, proveyendo a los individuos de un archivo o repertorio a partir del cual les fue posible autopensarse.
Ambas fotos nos devuelven la imagen, que no el ser, de Salvador Elizondo en tanto que asumamos la fotografía como muestra directa de lo “real” que la química hace posible aparecer y sobre la que también rigen las leyes de la física; es decir, como “huella luminosa”, para emplear el bello símil de Philippe Dubois:
Seguramente cae de su propio peso recordar que, en su nivel más elemental, la imagen fotográfica aparece de entrada, simple y únicamente como una huella luminosa, más precisamente como el rastro, fijado sobre un soporte bidimensional sensibilizado por cristales de halogenuro de plata, de una variación de luz emitida o reflejada por fuentes situadas a distancia en un espacio de tres dimensiones.
Es como si el texto anticipara una duda misma del lector y buscara certificar la realidad del “cuerpo” del autor como “significante trascendente”. Pero, ¿y si las fotografías no fueran las de Elizondo sino las de un individuo que se le asemeja, un doble? De otro lado, la presencia de dos fotografías me lleva a pensar en una operación reflexiva. En efecto, la segunda foto complementa/comenta la primera, así como la “Advertencia del autor” complementa/comenta al texto mismo. ¿Cómo leer esta simetría? ¿Qué designa este gesto? Si la fotografía muestra lo que ya jamás será visto de nuevo, me parece detectar una ironización de una imposible autoexigencia mimética, acompañada de una escritura no librada a sí misma cuya semiosis resulta retenida por una entidad que se presupone como existente fuera del texto pero construida textualmente: la del propio Elizondo, tan autocentrado en sus retratos como parece estarlo en su propia obra.


lunes, 14 de febrero de 2011

Hermann Hesse: Biografía resumida

Conocido por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio yo, el Premio Nobel de Literatura de 1946 escribe un hermoso texto a manera de biografía resumida.
Nací hacia finales de la Edad Moderna, poco antes del incipiente retorno del Medioevo, bajo el signo de Sagitario y amablemente influido por Júpiter. Mi nacimiento se produjo a primera hora de la tarde un cálido día de julio, y la temperatura de aquella hora es la que, inconscientemente, he amado y buscado durante toda mi vida, y la he añorado dolorosamente cuando me faltó. Nunca pude vivir en países fríos, y todos los viajes voluntarios de mi vida se dirigieron al sur. Fui hijo de padres religiosos, a quienes amé con ternura y a los que habría amado más tiernamente si no se me hubiera enseñado el cuarto mandamiento a edad temprana. Pero, lamentablemente, los mandamientos siempre han ejercido en mí un efecto fatal, por muy justos y bien intencionados que fueran – yo, que por naturaleza soy un cordero y tan dócil como una burbuja de jabón, siempre he sido reacio a los mandamientos de todo tipo, sobre todo durante mi juventud. Bastaba con que oyese el “debes hacer” para que en mí todo se revolviese y me volviera porfiado. Es fácil imaginar que esta peculiaridad tuvo una gran influencia negativa en mis años escolares. Cierto que nuestros maestros, en aquella divertida asignatura que llamaban Historia Universal, nos enseñaban que el mundo siempre había sido gobernado, dirigido y cambiado por ese tipo de personas que imponían su propia ley y que rompían con las leyes tradicionales, y nos decían que esas personas eran honorables. Pero eso era tan mentira como todo el resto de la enseñanza, pues cuando uno de nosotros, con buena o con mala intención, mostraba alguna vez valentía y protestaba contra cualquier mandamiento, o siquiera contra una costumbre estúpida o una moda, ni era honrado ni se nos recomendaba como modelo, sino que era castigado, escarnecido y oprimido por la cobarde prepotencia de los maestros. Por suerte, lo importante y más valioso para la vida ya lo había aprendido antes de empezar los años de escuela: mis sentidos eran despiertos, finos y aguzados, me podía fiar de ellos y obtener mucho disfrute, y cuando más tarde caí irremisiblemente ante la seducción de la metafísica, e incluso llegué a lacerar y despreciar mis sentidos, la atmósfera de una sensibilidad delicadamente desarrollada, concretamente por lo que se refiere a la vista y al oído, siempre me fue fiel, y en el mundo de mi pensamiento, incluso donde parece ser abstracta, interviene de forma viva. Por lo tanto disponía yo de unas ciertas defensas para la vida que, como ya he dicho, adquirí mucho antes de que empezasen los años de colegio. Conocía bien nuestra ciudad paterna, las granjas de gallinas y los bosques, las huertas y los talleres de los artesanos, conocía los árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbarlas entre dientes, y muchas otras cosas que tienen valor para la vida. A esto se añadieron entonces las ciencias escolares, que me resultaban fáciles y me divertían, encontrando un auténtico placer en el latín, y empecé casi igual de pronto a hacer versos tanto en latín como en alemán. El arte de la mentira y de la diplomacia se lo debo al segundo año de colegio, donde un preceptor y un colaborador me dotaron de estas facultades después de que previamente, con mi candor y confianza infantiles, hiciera caer sobre mí una desgracia detrás de otra. Estos dos educadores me ilustraron con éxito sobre el hecho de que la honestidad y el amor a la verdad eran cualidades que ellos no buscaban en los alumnos. Me acusaron de una fechoría, por cierto bastante intrascendente, que se había cometido en clase y de la que yo era completamente inocente, pero como no pudieron obligarme a confesar su autoría, convirtieron esa pequeñez en un proceso de Estado y ambos, con torturas y palos, fueron incapaces de sacarme la confesión que deseaban, pero sí extrajeron de mí toda fe en la honestidad de la casta de maestros. Gracias a Dios, con el tiempo, también llegué a conocer maestros rectos y dignos de respeto, pero el daño ya estaba hecho y quedó falseada y amargada no sólo mi relación con los maestros de escuela, sino también con todo tipo de autoridad. En general, durante los siete u ocho primeros años de colegio fui un buen alumno, al menos siempre estaba sentado entre los primeros de mi clase. Pero al comenzar aquellas luchas de las que no escapa nadie que quiera ser una personalidad, entré cada vez más en conflicto con la escuela. Esas luchas sólo las comprendí dos décadas después, pero entonces estaban allí y me rodeaban, en contra de mi voluntad, como una terrible desgracia. La cuestión era la siguiente: desde que cumplí los trece años estaba claro para mí que quería ser poeta o nada. Pero con la claridad de esta idea llegó paulatinamente otra certeza, penosa. Uno podía llegar a ser maestro, cura, médico, artesano, comerciante o empleado de correos, también músico, incluso pintor o arquitecto, y para todas las profesiones del mundo había un camino, había condiciones previas, había una escuela, una enseñanza para el principiante. ¡Pero no existía para el poeta! Estaba permitido serlo e incluso se consideraba un honor ser poeta: es decir, tener éxito y fama como poeta, pero lamentablemente esto solía suceder cuando uno ya estaba muerto. Sin embargo, convertirse en poeta era imposible, querer serlo era una ridiculez y una vergüenza, como pude averiguar muy pronto. Rápidamente había aprendido lo que se podía aprender de la situación: poeta sólo se podía ser, pero no estaba permitido llegar a serlo. Además, interesarse por la poesía y por un talento poético propio le hacía a uno sospechoso ante los maestros, y por ello desconfiaban de uno o le despreciaban, con frecuencia incluso le ofendían a uno mortalmente. Con los poetas pasaba exactamente lo mismo que con los héroes y con todas las figuras y los afanes intensos o hermosos, orgullosos y no cotidianos: en el pasado fueron maravillosos, todos los libros de texto estaban llenos de alabanzas hacia ellos, pero en el presente y en la realidad se los odiaba y, probablemente, los maestros habían sido contratados y formados para impedir en lo posible el surgimiento de personas famosas y libres y la realización de gestas grandes y magníficas. Por lo tanto, entre mi persona y mi lejana meta no veía más que abismos, todo se me volvía incierto, devaluado, y sólo una cosa permanecía: la voluntad de querer ser poeta, fuese fácil o difícil, ridículo u honorable. Los éxitos externos de esta decisión – más bien de esta fatalidad – fueron los siguientes: Cuando yo tenía trece años y acaba de comenzar ese conflicto, mi comportamiento dejó mucho que desear tanto en la casa paterna como en la escuela, hasta el punto de que se me exilió a la escuela de latín de otra ciudad. Un año después me convertí en pupilo de un seminario teológico, aprendí a escribir el alfabeto hebreo y estaba a punto de comprender lo que es una dagesh forte implicitum cuando, de pronto, me inundaron tormentas interiores que desembocaron en mi huida de la escuela monacal, en un castigo con arresto grave y en mi expulsión del seminario. Durante un tiempo me esforcé en una escuela media por avanzar en mis estudios, pero allí el final también fue la sanción y la expulsión. Después fui aprendiz de comerciante durante tres días, volví a marcharme y durante algunos días y noches desaparecí para gran preocupación de mis padres. Durante medio año fui ayudante de mi padre, durante año y medio estuve de aprendiz en un taller mecánico que además fabricaba relojes de torre. En resumen, durante más de cuatro años todo lo que se quería hacer conmigo fue irremisiblemente mal, ninguna escuela quería quedarse conmigo, como aprendiz no duraba mucho en ningún sitio. Todo intento de hacer de mí una persona útil terminaba en fracaso, muchas veces con escarnio y escándalo, con la huida o con la expulsión, y sin embargo en todas partes me reconocían buenas dotes e incluso una cierta dosis de buena voluntad. Siempre era pasablemente aplicado, pues la elevada virtud de la holgazanería siempre la he admirado con veneración, pero nunca llegué a ser un maestro de ella. De forma consciente y enérgica comencé mi propia formación a los quince años, cuando había fracasado en la escuela, y tuve la suerte y el placer de que en casa de mi padre estaba la impresionante biblioteca del abuelo, una sala entera llena de viejos libros que, entre otras cosas, contenía toda la poesía y la filosofía alemanas del siglo XVIII. Entre los 16 y los 20 años no sólo llené una gran cantidad de papel con mis primeros intentos poéticos, sino que en aquellos años también leí la mitad de la literatura universal y me ocupé de la historia el arte, los idiomas y la filosofía con un ahínco que habría bastado de sobra para un estudio normal. Después me hice librero para poder finalmente ganarme yo mismo el pan. Al fin y al cabo, con los libros tenía más y mejores relaciones que con el tornillo de banco y las ruedas dentadas de fundición de acero con las que había sufrido como mecánico. Durante los primeros tiempos, nadar entre lo nuevo y lo más reciente de la literatura, ser incluso anegado por ello, fue un placer casi embriagador. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que, en lo intelectual, una vida en el mero presente, en lo nuevo y en lo más reciente era insoportable y carecía de sentido, que la relación existente con lo que había sucedido, con la historia, con lo antiguo y con lo ancestral era lo único que permitía una vida intelectual. Por eso, una vez agotado el primer placer, fue una necesidad volver a lo antiguo después de la inundación de novedades, y lo hice pasándome de la librería a la tienda de antigüedades. Pero sólo permanecí fiel a la profesión mientras la necesité para ganarme la vida. A la edad de veintiséis años, con motivo de un primer éxito literario, también abandoné esta profesión. Por lo tanto ahora, después de tantas tormentas y sacrificios, había alcanzado mi meta: por imposible que hubiera parecido, ahora me había convertido en un poeta y, al parecer, había ganado la larga y dura batalla contra el mundo. La amargura de los años de colegio y de formación, donde tantas veces estuve al borde del hundimiento, quedó entonces olvidada y ridiculizada, e incluso los familiares y los amigos, que hasta entonces estaban desesperados conmigo, me sonreían ahora con amabilidad. Yo había vencido, y aunque hiciese lo más tonto y lo más baladí, todos lo consideraban encantador, igual que yo mismo también estaba encantado conmigo. Ahora me daba cuenta de la escalofriante soledad, el ascetismo y el peligro en los que había vivido año tras año; el tibio aire del reconocimiento me sentaba bien y empecé a convertirme en un hombre satisfecho. Durante un largo tiempo mi vida exterior transcurrió de forma tranquila y agradable. Tenía mujer, niños, casa y jardín. Escribía mis libros, estaba considerado un poeta amable y vivía en paz con el mundo. En el año 1905 ayudé a crear una revista dirigida sobre todo contra el régimen personal de Guillermo II, pero, en el fondo, sin tomar en serio estos objetivos políticos. Hice hermosos viajes a Suiza, a Alemania, a Austria, a Italia y a India. Parecía que todo estaba en su sitio. Entonces llegó aquel verano de 1914 y, de pronto, todo cambió en el interior y en el exterior. Se demostró que el bienestar del que gozábamos hasta entonces se había construido sobre un terreno inseguro, y entonces empezó a ir todo mal, empezó la gran educación. Había comenzado la llamada gran época y no puedo decir que me sorprendiera mejor equipado, más digno y mejor que cualquier otra. Lo que entonces me diferenciaba de los demás era tan sólo que yo echaba de menos aquel gran consuelo que muchos otros tenían: el entusiasmo. Por eso volví de nuevo a mí mismo y al conflicto con el entorno, volví otra vez a la escuela, otra vez tuve que esforzarme por olvidar la insatisfacción conmigo mismo y con el mundo y sólo con esta vivencia pude superar el umbral de la iniciación a la vida. Nunca olvidé una pequeña vivencia de los primeros años de la guerra. Estaba de visita en un gran hospital de campaña y buscaba una posibilidad razonable de adaptarme, como voluntario, de algún modo al mundo cambiado, cosa que entonces aún me parecía posible. En aquel hospital lleno de heridos conocí a una anciana señorita que antes vivía de sus buenas rentas y ahora servía de ayudante en ese hospital de campaña. Con un conmovedor entusiasmo me contó lo contenta y orgullosa que estaba de poder vivir esa gran época. Me pareció comprensible, pues esa señora había necesitado la guerra para convertir su pesada vida de solterona, puramente egoísta, en una vida activa y valiosa. Pero cuando me comunicó su felicidad en un pasillo lleno de soldados heridos y asaeteados por las balas, entre salas llenas de amputados y moribundos, el corazón me dio un vuelco. Por mucho que comprendiera el entusiasmo de esta señora, yo no lo podía compartir, no podía aprobarlo. Si por cada diez heridos llegaba una asistente entusiasmada como ésta, la felicidad de estas señoras se pagaba un poco demasiado caro. No, yo no podía compartir la alegría por la gran época, y por eso sufrí lamentablemente bajo la guerra desde el principio, y durante años me revolví contra una desgracia que al parecer se había abatido desde fuera y porque sí, mientras que a mi alrededor todo el mundo hacía como si estuviese entusiasmado precisamente por esta desgracia. Y cuando leía los artículos de periódico de los poetas, donde descubrían la bendición de la guerra, y las exhortaciones de los profesores y toda las poesías de guerra de los despachos de poetas famosos, yo me sentía todavía peor. Un buen día, en el año 1915, se me escapó públicamente el reconocimiento de esta miseria y una palabra de lamento por el hecho de que las llamadas personas intelectuales no sabían hacer otra cosa más que predicar el odio, difundir mentiras y ensalzar la gran desgracia. La consecuencia de esta queja, expresada con bastante timidez, fue que en la prensa de mi patria fui declarado traidor, lo cual fue para mí una vivencia nueva, pues pese a los muchos contactos con la prensa no había conocido nunca la situación de ser escarnecido por la mayoría.

lunes, 7 de febrero de 2011

Escritura autobiográfica y destinatario

Francisco Javier Hernández escribe un interesante ensayo sobre la ESCRITURA AUTOBIOGRÁFICA Y DESTINATARIO, a continuación transcribo un fragmento.
La esencia del discurso autobiográfico radica en hacer de la propia vida del escritor materia y objeto de escritura, en escribir para contarse, movido por una necesidad interior que se canaliza y organiza sin más reglas que las que el propio escritor quiera darle. Y es esta necesidad de escribir sobre sí mismo la que se halla en el origen:
d’un discours sans modéles codifiés, mal intégré dans le systéme des genres littéraires, donc privé de statut reconnu (Starobinski, 1970: p. 84)
Esta pulsión genética va acompañada, en la mayoría de los casos, de la búsqueda y el establecimiento de una complicidad que el escritor intimista considera absolutamente necesaria para la realización de su obra. El discurso autobiográfico es, de todos los discursos literarios, aquel en el que incide con más intensidad la presencia de un destinatario, bien sea un hipotético e indeterminado futuro lector, bien sea, según la moderna crítica literaria, un narratario, es decir, un destinatario inscrito en el texto. La escritura autobiográfica no es sólo ensimismamiento sino, como dice María Zambrano, salida de sí, huida y al mismo tiempo reencuentro de la propia identidad. El escritor intimista busca abrir sus límites, trasponerlos y encontrar, más allá de ello, su unidad acabada Espera como el que se queja, ser escuchado, espera que al expresar su tiempo se cierre su figura; adquirir por fin la integridad que le falta (Zambrano, 1995: 37). La ambigüedad existente entre el movimiento de repliegue sobre la propia interioridad y el impulso de exteriorización es evidente:
¿Se trata, pues, de una escritura intransitiva, narcisista, ensimismada en su propia contemplación? Sí y no. Sí, porque implica una reflexión, digamos heurística sobre la propia identidad. Y no, porque su naturaleza es complementaria, anda a la busca de un interlocutor que le exonere de tanta soledad biográfica acumulada (Caballé. 1996: 6).
O dicho en lenguaje neo-crítico:
Le champ énonciatif se construit dans le pacte entre un énonciateur/narrateur/scripteur et un énonciataire/narrataire/lecteur, ces deux instances renvoyant à la dialectique de l’identité et de la différence. La communication s’effectue á sens unique par le canal de lécrit, de l’énonciateur vers l’énonciataire (Chanfrault- Duchet, 1983: 99).
Resulta, por consiguiente, que en este tipo de literatura, el papel del lector es fundamental (Romera Castillo, 1980: 6). Y es en ese papel fundamental en el que Philippe Lejeune se basa para elaborar su famosa teoría del pacto biográfico como condición primordial de la autobiografía. Según dicha teoría, el pacto autobiográfico es un contrato de lectura que el autor suscribe con el lector por medio del cual asume explícitamente la identidad con el protagonista del relato autobiográfico. Autor, narrador y personaje quedan así identificados en el interior del texto y es esa triple identidad, manifestada en las declaraciones previas o colaterales (titulo, prólogo, notas, acotaciones, etc) o en el mismo texto de la obra, la que, de alguna manera queda garantizada por el pacto. Sin embargo no hay que exagerar ese carácter contractual ni siquiera en aquellas autobiografías en que el pacto es más evidente, y con muy buen criterio Philippe Lejeune (1986) matiza sus primitivas afirmaciones y sale al paso de posibles errores de interpretación. Más que por un contrato en sentido estricto —con todas sus connotaciones jurídicas— Lejeune se inclina por una ilusión o un deseo proyectivos que el autor explicita en grado muy diverso:
Passant un accord avec le narrataire dont Ii construit l’image, l’autobiographe incite le lecteur réel à entrer dans le jeu et donne l’impression d’un accord signé par les deux parties. Mais on voit bien que le lecteur réel peut adopter des modes de lectura différents de celui qui lui est suggéré et que surtout beaucoup de textes publiés ne comportent nullement un contrat explicité (Lejeune, 1986: 21-22).

lunes, 31 de enero de 2011

Autobiografía de Gabriela Mistral


La Premio Nobel de Literatura 1945 escribe un texto que recorre fragmentos de su vida, un buen ejemplo para calentar motores en nuestra propia aventura autobiográfica.
Es absolutamente falso que mi padre fuese blanco puro. Mi abuela, su madre tenía un tipo europeo puro; su marido, mi abuelo, era menos que mestizo de tipo, era bastante indígena. La afirmación no es antojadiza. En dos retratos borrosos que tengo de él, la fisonomía es cabalmente mongólica, los Godoyes del Valle del Huasco tienen, sin saberlo, tipo igual. Digo sin saberlo porque el mestizo de Chile no sabe nunca que lo es. Quienes han visto las fotos de mi padre y que saben alguna cosa de tipos raciales no descartan ni por un momento que mi padre era un hombre de sangre mezclada.

Fue por un tiempo también director del colegio católico de Santiago San Carlos Borromeo. Dibujaba muy bien y hacía versos de una índole medio clásica, medio romántica según el gusto de la época.

El original de esos versos los conserva mi hermana.

Todas las gentes del Valle me dieron el amor de él, porque todos lo quisieron por el encanto particular que había en su conversación y por la camaradería que daba, a quien se le acercase lo mismo a los más ricos que a los pobrecitos del Valle. En mi abuela, Isabel Villanueva, a quien los curas llamaban «la teóloga» había esta misma atracción que le daba un lenguaje gracioso, criollo y tierno.

No hay tal. Me mandaron a la casa de una tía de mi madre, doña Ángela Rojas a quien mi hermana pagaba por mí una pequeña pensión. Esto duró menos de un año, porque fui expulsada de la escuela primaria superior de Vicuña a la cual había regresado.

El dato es erróneo. Dirigía esa escuela primaria superior doña Adelaida Olivares maestra ciega de casi toda su vida y madrina mía de confirmación. Era persona sobradamente religiosa y cuando en el comienzo hubo entre ella y yo la relación afectuosa que es natural entre madrina y ahijada. Pero cuando mi familia me cambió de apoderado poniéndome a vivir en la casa de una familia Palacios de religión protestante, la directora se sintió muy molesta y me retiró todo su cariño. Vino entonces un incidente tragicómico. Yo repartía el papel de la escuela a las alumnas, el gobierno daba en aquel tiempo los útiles escolares. Era yo más que tímida; no tenía carácter alguno y las alumnas me cogían cuanto papel se les antojaba con lo cual la provisión se acabó a los ocho meses o antes. Cuando la directora preguntó a la clase la razón de la falta de papel mis compañeras declararon que yo era la culpable pues ellas no habían recibido sino la justa ración. La directora, aconsejada por una hermana nuestra ahí mismo, salió sin más hacia mi casa y encontró el cuerpo del delito, es decir, halló en mi cuarto una cantidad copiosísima no sólo de papel, sino de todos los útiles escolares fiscales. Habría bastado pensar que mi hermana era tan maestra de escuela como ella y que yo tomaba de ella cuanto necesitaba. Pero había algo más: el visitador de escuelas del Valle de Elqui me tenía un cariño como de abuelo (don Mariano Araya) y cada domingo iba yo a saludar a su familia y él me abría su almacén de útiles y me daba además de papel en resmas, pizarras, etc.

Yo no supe defenderme; la gritería de las muchachas y la acusación para mí espantosa de la maestra madrina me aplanó y me hizo perder el sentido. Cuando doña Adelaida regresó con el trofeo del robo su hermana hizo con el caso una lección de moral que yo oía medio viva medio muerta. El escándalo había durado toda la tarde, despacharon las clases y todas salieron sin que nadie se diese cuenta del bulto de una niña sentada en su banco, que no podía levantarse. Al ir a barrer la sala la sirvienta que vivía en la escuela me encontró con las piernas trabadas me llevó a su cuarto, me frotó el cuerpo y me dio una bebida caliente hasta que yo pude hablar faltaba algo todavía: las compañeras que se iban por mi calle me esperaban, aunque ya era la tarde caída en la plaza de Vicuña, la linda plaza con su toldo de rosas y de multiflor, era todavía primavera allí me recibieron con una lluvia de insultos y de piedras diciéndome que nunca más irían por la calle con (la) ladrona. Esta tragedia ridícula hizo tal daño en mí como yo no sabría decirlo. Mi madre vino a dar explicaciones a la maestra ciega acerca de mi rapiña y la directora que ejercía un ascendiente muy grande sobre las personas porque era mujer inteligente y bastante culta para su época logró convencer a su comadre de que aunque yo fuese inocente habría que retirarme de esa escuela sin llevarme a otra alguna porque yo no tenía dotes intelectuales de ningún género y sólo podría aplicarme a los quehaceres domésticos.